Un
sabio anónimo decía, que cuando emprendes una mudanza en tu vida, tienes que
tener en cuenta que el cambio dura, siempre, más de lo que esperas (y deseas)…
Los puntos y aparte, de repente, se
convierten en puntos suspensivos, cambian los amigos, los paisajes, se agotan
los presupuestos (aunque algunos crean que tienes un pantalón mágico que
fabrica billetes), se hace tarde para preguntas, palmaditas en la espalda,
describir sentimientos, modelar tu cara al gusto de las sonrisas ajenas… y
viajas en tu asiento de avión preguntándote porque los recuerdos, a veces,
tienen la misma consistencia, y vigencia, que las nubes. Y porque nueve horas de
viaje no son nada, comparadas con la distancia que ahora nos separa de los
momentos, en los que creíamos que teníamos la misma concepción de la amistad.
Supongo
que todos somos amigos hasta que las circunstancias demuestran lo contrario.
Todos somos sinceros, hasta que algunos deciden hablar de ti sin contar
contigo, todos disfrutamos de lo mismo, hasta que eso mismo ya no nos satisface
de la misma manera y todos sentimos a quien nos acompaña hasta que su alma
pierde una parte del brillo, o tu concepto de magia se confunde en un decálogo de
trucos, que ya no te engañan como te engañaban antes.
Lo oportuno, suele estar rendido con
lo que la realidad nos ofrece. Los tópicos nunca han caracterizado nuestra
forma de entender las cosas y la crisis ha hecho que tengamos que ceñirnos a un
presupuesto. El resto de barreras, las ponemos nosotros: los conceptos pueden
cambiar, pero los principios, al menos, los que nos llevaron al primer sueño en
forma de post, no tanto como algunos han llegado a creer. Pero como canta Izal:
darse cuenta del error, será el factor más importante, aunque, incluso, ese
factor, a veces, sea muy relativo…
Así que en lugar de irnos a un
último festival, o perdernos en mitad de la multitud que acude a un concierto,
decidimos hacer caso a Dorian y nos fuimos a cualquier otra parte o, en este caso, a hacer honor a nuestra
condición de hombres de ninguna parte, perdiéndonos entre las coordenadas que
separan el Pacífico del Caribe.
Aunque nuestra imaginación ha
viajado un millón de veces a Estados unidos, escuchando nuestros discos
favoritos del otro lado del Atlántico, nunca habíamos pisado territorio yanqui.
Tuvimos la desgracia de dar con nuestros huesos en el Benidorm de la costa este
y una simple noche en Miami Beach nos enseñó que la máxima aspiración de
algunos, para ti no es más que una olorosa tarde de gimnasio.
A pesar de todo, después de una
odisea de controles en la aduana, fue bonito evocar escenas de “los vigilantes
de la playa” o ver como la luz de los atardeceres, allí, es diferente a la que
aquí estamos acostumbrados. Lo mejor de allí, sin duda, fue rememorar escenas de nuestras pelis favoritas sentándonos en un bar a comer una hamburguesa al punto. Para nosotros, que nos criamos entre
vacas, lo importante, y lo más
complicado, es saber combinar bien la
calidad de los ingredientes y tener, al menos, un poquito de paladar. Y aunque hay muchas cosas que los americanos hacen peor que nosotros, hay que reconocer que darle un mordisco a aquel bocadillo de calorías a la brasa fue un placer para nuestras papilas gustativas. Luego estuvimos a punto de atracar una licorería, pero, al final, nos dio miedo la silla eléctrica y pagamos las cervezas que nos bebimos en la puerta de un hotel digno de la escena más violenta de una peli de Tarantino.
Por lo demás, supongo que no hay nada mejor que sentirse americano por un día para no volver a
envidiarlos.
Ya a la mañana, los más deportistas
aprovecharon para respirar el aroma del glamour que emanan las casas de los famosos, los más perezosos
llenaron sus bocadillos de comics de zetas y otros vieron el amanecer desayunando
un café y un bollo del Starbucks.
Con el Jet lag agonizando, coger un
avión a Costa Rica fue nuestra manera de ponernos la pulsera V.I.P del festival.
Como ver a un telonero, la primera impresión del país puede llevarte a
equívocos: te atosigan para meterte en un taxi, tratan de engañarte con el
cambio de moneda, el cielo gris amenaza lluvia y si no andas listo, te quedas
sin el coche que habías alquilado desde el ordenador de tu casa.
Supongo que, en esos casos, la
experiencia es un grado y antes de empezar a quejarnos, hicimos lo que siempre
hemos hecho en estos casos: bebernos una cerveza. Respiramos, contamos hasta diez y comprobamos que
nuestro cuaderno de viaje estaba lo suficientemente poblado para no amargarnos
con los primeros reveses.
Tras discusiones varias y una larga
espera en el concesionario, que nos alquilaba los coches, encontramos, por fin,
nuestro punto de partida y la exquisita fruta, que puedes encontrar en
cualquier esquina del país de los ticos, acabó de endulzar nuestra llegada.
Los giros de los cuentakilómetros de
nuestros flamantes cuatro por cuatro atravesando la oscuridad de las carreteras, simularon los primeros acordes de un concierto
acústico, de esos que hacen que la
cerveza sepa a gloria y el viaje empiece a parecer una aventura.
Para familiarizarnos con la
naturaleza, y teniendo en cuenta que los restaurantes cerraban sus cocinas a
las 21h, tuvimos que cenar a la intemperie unos sándwiches de supermercado y
unas imperiales, no demasiados frías. Los ticos cometen el error de reponer los congeladores a todas horas, y
claro, con tanto abrir y cerrar puertas, no da tiempo a que las cosas se
enfríen.
Además, debido a un impuesto
especial que el Gobierno de allí puso hace años, la birra está cara: 1€ en el supermercado ¡eso que se
ahorran en tablas de abdominales!
La noche acabó con una conversación
superflua a la luz de la luna. Que las estrellas, o la mala baba de alguno, convirtieron
en una sarta de mentiras. Una pena que la base del periodismo de contrastar las
noticias y diferenciarlas de las habladurías, no esté muy extendida, pero
bueno…
Tras reponer fuerzas, el segundo día
fuimos al parque Manuel Antonio a ver animales domesticados y disecados en los
árboles. A lo largo del viaje, nos daríamos cuenta de que para ver especies
autóctonas no hacía falta pagar entradas a parques, ni guías… pero es el precio
que todos los turistas pagan por la novatada.
Al menos, los diez dólares de la
entrada, los amortizamos contemplando la belleza de un paraíso llamado Playa 3
con arena blanca, mar con aguas cristalinas, y templadas, y un entorno de rocas
y selva, digno de las mejores postales que hayáis podido coleccionar.
Mientras las chicas se tostaban al
sol, nos fuimos a cervecearnos el gaznate, fuera (porque dentro no se podía
beber alcohol), a comprar fruta fresca, agua de coco, para improvisar un romántico picnic en la arena, al que se autoinvitaron unos descarados mapaches, que se comieron las sobras y se llevaron un par de hostias con la mano abierta. Luego, aprovechamos la paz, que allí se respiraba, para descansar esperando la subida de
la marea, deleitándonos con las maravillosas vistas.
Si habéis estado en un concierto de
vuestro grupo favorito y habéis cerrado los ojos mientras tocaban vuestra
canción, podréis entendernos. Sino, vais a tener que ir allí para hacerlo.
Después de mezclarnos con los ticos,
ver la final de la copa del Rey y redescubrir las sensaciones de montarnos en
un autobús del siglo pasado, dimos por aprendida la lección y, para las ocho,
estábamos esperando en la mesa, para familiarizarnos con los platos típicos de
la zona. Comimos casado (arroz con frijoles, ensalada y pollo, carne o pescado
a elegir), plátano frito con queso, Chicharrones (carne de pollo con un aderezo
similar al de los pinchos morunos) y de
postre tres leches (un postre casero hecho con, como su propio nombre indica, tres
tipos diferentes de leche: de vaca, condensada y amarga)
Paseamos para bajar la comilona, nos
tomamos algo y nos embadurnamos con cremas antimosquitos para dormir como
angelitos
Al tercer día madrugamos un poco
para irnos a Uvita. Había un largo camino, pero mereció la pena, porque nos
encontramos un hostel encantador regentado por una simpática pareja de
alemanes. Tenía un amplio hall común, de madera, lleno de hamacas con vistas a
la selva y en el que el único ruido, hasta que llegaban los españoles, era el
de los animalitos tratando de comunicarse en el exterior. Además, a apenas
5minutos andando, había una cascada verde, como el nombre del hotel, en el que
la gente de allí se bañaba, y arriesgaba su vida subiéndose a las cimas más
altas para tirarse al agua. Nosotros, simplemente, nos refrescamos y
aprovechamos para investigar cómo vivían los ticos
Son gente simpática, aunque poco
expresiva. La gente joven parece más acostumbrada a relacionarse con los
turistas, que los mayores. Pero, con un par de conversaciones con los que sí que hablaban, nos
sobró para enteramos que no andan mal de sanidad pública, que los servicios, en
general, iban mejorando, que los precios eran bastante similares a los de aquí
y que allí también, los políticos no despiertan demasiadas simpatías.
Uvita, en sí, no tenía mucho que
ver. El concepto de ciudad en Costa Rica, en general, es diferente al que
tenemos en el mundo occidental. Recordaba un poco a Barrio Sésamo, sin asfaltar
bien, con cada comercio con su cartel identificativo de panadería, pescadería,
ultramarinos… y supermercados, y sodas (bares de comida) sobre los que giraba
la vida social de la ciudad. Bancos, para poder sacar dinero, no había muchos,
y en los pocos que había se formaban interminables colas. Es complicado ubicarse
porque la señalización no es buena y sin GPS es difícil saber si estás en una
ciudad o en otra. Aparte, no esperes que un tico te ayude a ubicarte, porque,
en general, no se expresan, o no les entendemos, demasiado bien.
En cuanto a la alimentación, puedes
hartarte a fruta de los numerosos puestos ambulantes que encuentras en calles y
carreteras. Aparte del casado que os
hemos descrito antes, por cuatro euros, podéis comer nacho o tacos, o más bien,
tortas abiertas con los ingredientes del taco mejicano que comemos por estos
lares. Y en Uvita encontramos una panadería que hacía unas empanadillas
picantes riquísimas…
Pero, por lo demás, la ciudad no
tenía mucho que ver. El día transcurrió entre compras, esperas de autobús y
aventuras varias. Dicen que en otras épocas del año puedes ver delfines y
ballenas si vas de excursión en barco. Pero, sinceramente, Puerto ballena
parece más uno de esos lugares que se aprovechan del turismo cercano, para
vender lo poco que tienen. Estuvimos en la playa hasta que la marea nos
arrebató el espacio y nos vimos en una tesitura digna de la escena del puente
sobre el río Kwait, con el plus de tener entre nosotros una embarazada, cuando el protagonista tiene que atravesar el agua sin
saber la profundidad que se va a encontrar, o si va a pisar una manta raya, o
un cocodrilo le va a dar un buen tarisco
Supongo que si fuéramos surfers nos
hubiéramos acercado a Dominical, pero como las olas nunca nos han llamado demasiado, nos quedamos relajándonos
en el hostel y nos hicimos unos cubatas de Ron Cortez.
La mañana del cuarto día continuamos
con el descanso. Bajamos a por unas cervezas, sandías, mangos, unas empanadas deliciosas y
picantes… nos bañamos en
la cascada, nos hicimos unos zumitos naturales con ron y aprovechamos para
escribir, leer y degustar el silencio.
Para no volver a comer arroz con
frijoles, compramos una corvina y patatas en el mercado y nos dimos un homenaje
preparándonos un pesacadito en la cocina del hostel ,mientras esperábamos a que
los más aventureros del grupo regresaran de Corcovado.
Ya con ellos, y coincidiendo con el
anochecer, montamos una fiesta improvisada en uno de los jardines de las
afueras del hostel y nos fuimos a dormir, porque al día siguiente nos
levantábamos a las cuatro de la mañana.
Uno, que es previsor, dejó el
desayuno preparado. Pero, a pesar de todo, como buenos españoles despertamos a la mitad del hotel con
nuestros “susurros” matutinos y para las cinco estábamos de camino a Fortuna.
Durante los viajes aprovechábamos para escuchar un poco de música variada: el nuevo
disco de Vetusta, algunas listas que habíamos preparado en casa, cd´s antiguos…
nos perdimos buscando una soda en la que, supuestamente, preparaban los mejores
chicharrones de Costa Rica, tuvimos un momento prehistórico en otra soda cuyo
atractivo era: que tenían un jardín lleno de iguanas… y a eso de la una y
media, con la temperatura diez grados más baja que en el Pacífico, vimos el volcán
arenal presidiendo una larga carretera, que nos indicaba que habíamos llegado a
la provincia de Alajuela.
Llevábamos cierto retraso, pero el
amable valenciano que regentaba el hostel, en el que nos alojábamos esa noche, fue precavido y retrasó nuestra
aventura un par de horas. Lo que nos dio tiempo para ubicarnos y darnos un chapuzón
en la piscina.
La tarde resultó francamente
divertida. Un minibús nos recogió a las 15.30 y nos llevó montaña arriba hasta
una caseta de madera. Allí nos dieron una clase para aventureros principiantes,
material, nociones básicas de Kanopi y nos montaron en una vieja camioneta para
subir, aún, más arriba.
El kanopi es un “deporte de riesgo”
que despierta en tu cuerpo unas sensaciones adrenalínicas, dignas del momento
álgido de una noche de conciertos. Sujetas una cuerda atada a un extremo que
está a 100metros, o más, de distancia del
otro cabo. Te cuelgas con un arnés y cuando estás preparado, dejas tu cuerpo inerte para recorrer el
trayecto, en una tirolina, disfrutando del paisaje selvático que dejas a tus
pies, a una velocidad de 50 o 60
kilómetros por hora. Puedes gritar como una fan adolescente, delante de su
ídolo, cerrar los ojos y notar la energía de la selva recorriendo tu
cuerpo… es maravilloso y difícil de
describir. Cuando ya crees que estás acostumbrado, hay un momento en el que los
árboles desaparecen y te encuentras colgado sobre una enorme pradera. El
vértigo se convierte en sudor frío, el miedo hace que te balancees y tienes que respirar hondo para saber que
sigues vivo.
Rapelamos desde la última superficie
elevada y regresamos a la casa de madera, a dejar los bártulos y a llenar
nuestros estómagos con fruta fresca y zumos.
Como aún era temprano, nos dio
tiempo a visitar aquella especie de Benidorm Costarricense y a celebrar el 29
cumpleaños de la mujer más maravillosa del mundo. Hubo cena, regalos, tarta improvisada
de cumpleaños y una corta partida al futbolín.
Con nuestro cuerpo festivalero,
estamos acostumbrados a dormir poco. Pero aquella noche será recordada como la “noche
del virus”, ya que la mitad del grupo tuvo problemas estomacales. Quién fuera ironwoman para tener un estómago inmune a enfermedades gástricas...
Al día siguiente, fuimos al río
Sarapiquí a hacer Rafting. Entre la fruta, el precio de la cerveza y la
cantidad de actividad física que hacen, no me extraña que los ticos estén tan
fibrosos. Los monitores que nos tocaron en suerte, eran la demostración
práctica de ese hecho, así que las chicas se divirtieron un poco más que
nosotros haciendo el descenso del nivel cuatro.
La verdad, es que lo del nivel
cuatro, no era tan peligroso como habíamos imaginado, dicen que porque el cauce
del río no estaba como cuando llueve. Pero entre los saltos olímpicos, a lo
tarzán, en mitad de la selva, cuando paramos a descansar, el rafting, el
almuerzo de frutas y el casado que nos dieron para comer, la mañana dio mucho
de sí. Además vimos colibrís, ranas fosforitas, mariposas azules y otros
extraños y hermosos elementos de la fauna autóctona. Así que celebramos esa
felicidad con otra tarde de piscina, cena en un soda y alguna que otra cerveza.
El sexto día, nos fuimos a la zona
del Caribe. La carretera que nos llevaba hasta allí, estaba más transitada, que
todas las que nos habíamos encontrado hasta entonces. Lo que unido a los restos
del virus, nos retrasó un poquito.
Pasamos por Limón, la ciudad más
conflictiva del país, en la que llamaba la atención que todas las casas tuvieran
vallas y alambres de espino protegiendo todas las propiedades. Daba miedo
incluso pararse cuando el semáforo se ponía en rojo.
Llegamos a Puerto viejo a media
tarde. El entorno era similar al del Caribe Jamaicano, o a algunas partes de
Cuba. Allí el ritmo de vida era Slow. Las prisas no entran en el diccionario de
la gente de allí, de hecho, podrían grabar un anuncio de aquellos de “me estás
estresando” de Malibú, en cualquier esquina de la ciudad.
Las playas eran inmensas pero el mar
estaba muy embravecido. Por lo que, tras comer en un restaurante, llamado flip flop, muy
variopinto y con muy buena comida, nos recomendaron ir a Punta Uva, una
pequeña playa paradisiaca, donde los perros y los cangrejos pastaban a sus
anchas.
Fue muy relajante ver la puesta de
sol allí. Dejamos que el romanticismo arrancara de nuestras cabezas todos los
estreses que habían permanecido dentro de nosotros hasta entonces, y montamos
una fiesta privada con ron, sesiones de fotos… y la oscuridad que se cernió
sobre nosotros provocándonos el miedo a mosquitos y otros bichos que parecían
acecharnos.
Dormimos plácidamente en un hostel a
la salida del pueblo, donde, al día siguiente, dejamos una parte de nuestros
equipajes para encaminarnos a Panamá.
Antes de salir, nos tomamos un café
y unos pastelitos de canela con unos rastafaris. Nos hubiéramos fumado un
porro, pero no nos daba tiempo. Salimos escopetados, y en media hora llegamos a
la frontera. Aparcamos los coches (por 7dólares el día), y rellenamos los
papeles de las aduanas para pasar al otro
lado del puente.
El nuevo país, no tenía nada que ver
con el que habíamos dejado atrás. Se intuía más pobreza. Las casas y las calles
estaban en peor estado y la gente era algo menos bienintencionada.
Tras evitar los primeros intentos de
engañarnos, de los buitres de la frontera, encontramos a un taxista que nos
llevó hasta el muelle de Bocas de Toro por 60dólares; Allí nos esperaba Lazare,
un Orzowei moderno y Leo, el conductor de la barcaza que nos iba a llevar a
Coco Vivo, el lugar más paradisiaco que mis ojos habían visto hasta entonces.
Por el camino, nos cayó el diluvio
universal, pero invocamos a las fuerzas de la atracción, la naturaleza
se puso de nuestro lado y conseguimos llegar sanos y salvos, y con sol,
a nuestro destino. Atracamos el bote y
Capitán, un precioso e inquieto perro, nos dio la Bienvenida. Cumplimos el
ritual de tirarnos desde un trampolín que había sobre la plataforma y
disfrutamos del resto de la mañana bebiendo cervezas, remando en piragua,
haciendo snorkel deleitando nuestros ojos con corales y peces de extrañas
especies y, claro, tomando el sol.
A la hora de la merienda, nos
repartimos las habitaciones; Cedimos la
habitación más idílica a la sufrida organizadora de todo y a su novio; los
solteros, también tuvieron la suerte de dormir junto al mar; y los otros seis,
nos fuimos a una coqueta casa de dos pisos construida en lo alto de una pequeña
montaña. Desde allí, las vistas eran únicas, el cielo se reflejaba en la
transparencia del agua, el verde
colapsaba el resto del paisaje y lo demás era un silencio que sólo los
gritos de los monos y el canto de los pájaros rompía.
Antes de que oscureciera nos fuimos
a buscar delfines en la barcaza de Leo.
En mitad de aquella nada, no hacía falta cerrar los ojos para soñar; el
viento soplaba sobre nuestras caras, los peces revoloteaban y Capitán iba de un
lado al otro de la barca
contagiándonos su excitación.
Orzowey, aparte de guapo, era un
gran cocinero. Y él y sus compinches, nos prepararon una exquisita cena:
pescado en salsa rosa y mazorcas de maíz asadas, acorde con todo lo que
estábamos viviendo en aquel lugar.
El remate del día, fue descubrir que
los corales brillaban en el agua, cuando notaban movimiento. Primero saltamos
sobre los maderos que separaban el quiosco de la comida, del camino a la casa
del monte. Pero luego, nos dieron permiso para flotar una balsa y disfrutamos
de la purpurina emergiendo del chapoteo de un baño nocturno. Sabéis que el
brillo de la luz siempre ha sido el argumento principal de nuestro blogg. Y
después de una larga búsqueda, la naturaleza iluminó los focos que hicieron que
el concierto final tuviera la intensidad que nuestros cuerpos necesitaban.
Al día siguiente, con resaca de
placer, notábamos el relax palpitando dentro de nosotros. Desayunamos para
alimentar la energía de nuestras ganas de seguir sonriendo y nos preparamos
para la última gran aventura de nuestro viaje.
Leo vino a recogernos a media mañana
y nos llevó a una playa a pasar un rato. Jugamos al fútbol con el hijo de
nuestro guía, nos bañamos, nos tiramos a la bartola e incluso nos dio tiempo a
tomarnos una cerveza en el bar de un camping que había al borde de la playa.
Lo mejor, llegó un rato después.
Cuando tras 15minutos de viaje en barca, emulamos a Jack Shepard y naufragamos
en una isla desierta: La isla zapatilla. Allí, la naturaleza nos dejó claro que
se había reconciliado, definitivamente, con nosotros. Rodeamos la ínsula disfrutando el vacío,
fotografiando espacios deshabitados y acumulando sensaciones para el tramo que
nos separaba de las siguientes vacaciones.
Regresamos en silencio, escuchando a
las gaviotas. Vimos un par de delfines y paramos en una plataforma-bar en San
Cristóbal a bebernos una de esas cervezas heladas, que hacen que te repitas eso
de “que bien se está, cuando se está bien”;
Volvimos a cenar viandas exquisitas.
La purpurina nos dijo adiós en aquella última noche en Panamá y el
romanticismo, volvió a aparecer, debajo de aquel manto de estrellas.
Es el último viaje que haré con la
mayoría de los que allí estaban. Así que congelé los buenos recuerdos y encerré
en una botella los que no quería rememorar. El silencio fue el mar en el que
tiré aquella botella justo antes de que Leo nos devolviera a Bocas de toro, y
el mismo taxista nos condujera hasta la frontera.
Pasamos dos horas en Puerto Viejo,
gastándonos los pocos colones que nos quedaban. Y tras un largo viaje y una
noche en San José, volamos de vuelta a la rutina. Poniendo punto final a una
historia que duró, exactamente, lo que tenía que durar…