viernes, 3 de octubre de 2014

Mejor que decir adiós, es decir: ¡Pura vida!


            Un sabio anónimo decía, que cuando emprendes una mudanza en tu vida, tienes que tener en cuenta que el cambio dura, siempre, más de lo que esperas (y deseas)…
            Los puntos y aparte, de repente, se convierten en puntos suspensivos, cambian los amigos, los paisajes, se agotan los presupuestos (aunque algunos crean que tienes un pantalón mágico que fabrica billetes), se hace tarde para preguntas, palmaditas en la espalda, describir sentimientos, modelar tu cara al gusto de las sonrisas ajenas… y viajas en tu asiento de avión preguntándote porque los recuerdos, a veces, tienen la misma consistencia, y vigencia, que las nubes. Y porque nueve horas de viaje no son nada, comparadas con la distancia que ahora nos separa de los momentos, en los que creíamos que teníamos la misma concepción de la amistad.
              Supongo que todos somos amigos hasta que las circunstancias demuestran lo contrario. Todos somos sinceros, hasta que algunos deciden hablar de ti sin contar contigo, todos disfrutamos de lo mismo, hasta que eso mismo ya no nos satisface de la misma manera y todos sentimos a quien nos acompaña hasta que su alma pierde una parte del brillo, o tu concepto de magia se confunde en un decálogo de trucos, que ya no te engañan como te engañaban antes.
            Lo oportuno, suele estar rendido con lo que la realidad nos ofrece. Los tópicos nunca han caracterizado nuestra forma de entender las cosas y la crisis ha hecho que tengamos que ceñirnos a un presupuesto. El resto de barreras, las ponemos nosotros: los conceptos pueden cambiar, pero los principios, al menos, los que nos llevaron al primer sueño en forma de post, no tanto como algunos han llegado a creer. Pero como canta Izal: darse cuenta del error, será el factor más importante, aunque, incluso, ese factor, a veces, sea muy relativo…
            Así que en lugar de irnos a un último festival, o perdernos en mitad de la multitud que acude a un concierto, decidimos hacer caso a Dorian y nos fuimos a cualquier otra parte  o, en este caso, a hacer honor a nuestra condición de hombres de ninguna parte, perdiéndonos entre las coordenadas que separan el Pacífico del Caribe.
            Aunque nuestra imaginación ha viajado un millón de veces a Estados unidos, escuchando nuestros discos favoritos del otro lado del Atlántico, nunca habíamos pisado territorio yanqui. Tuvimos la desgracia de dar con nuestros huesos en el Benidorm de la costa este y una simple noche en Miami Beach nos enseñó que la máxima aspiración de algunos, para ti no es más que una olorosa tarde de gimnasio.
            A pesar de todo, después de una odisea de controles en la aduana, fue bonito evocar escenas de “los vigilantes de la playa” o ver como la luz de los atardeceres, allí, es diferente a la que aquí estamos acostumbrados. Lo mejor de allí, sin duda,  fue rememorar escenas de nuestras pelis favoritas sentándonos en un bar a comer una hamburguesa al punto. Para nosotros, que nos criamos entre vacas, lo importante,  y lo más complicado, es saber combinar bien la calidad de los ingredientes y tener, al menos, un poquito de paladar.  Y aunque hay muchas cosas que los americanos hacen peor que nosotros, hay que reconocer que darle un mordisco a aquel bocadillo de calorías a la brasa fue un placer para nuestras papilas gustativas. Luego estuvimos a punto de atracar una licorería, pero, al final, nos dio miedo la silla eléctrica y pagamos las cervezas que nos bebimos en la puerta de un hotel digno de la escena más violenta de una peli de Tarantino. 
             Por lo demás, supongo que  no hay nada mejor que sentirse americano por un día para no volver a envidiarlos.
            Ya a la mañana, los más deportistas aprovecharon para respirar el aroma del glamour que emanan  las casas de los famosos, los más perezosos llenaron sus bocadillos de comics de zetas y otros vieron el amanecer desayunando un café y un bollo del Starbucks.
            Con el Jet lag agonizando, coger un avión a Costa Rica fue nuestra manera de ponernos la pulsera V.I.P del festival. Como ver a un telonero, la primera impresión del país puede llevarte a equívocos: te atosigan para meterte en un taxi, tratan de engañarte con el cambio de moneda, el cielo gris amenaza lluvia y si no andas listo, te quedas sin el coche que habías alquilado desde el ordenador de tu casa.
            Supongo que, en esos casos, la experiencia es un grado y antes de empezar a quejarnos, hicimos lo que siempre hemos hecho en estos casos: bebernos una cerveza. Respiramos, contamos hasta diez y comprobamos que nuestro cuaderno de viaje estaba lo suficientemente poblado para no amargarnos con los primeros reveses.
            Tras discusiones varias y una larga espera en el concesionario, que nos alquilaba los coches, encontramos, por fin, nuestro punto de partida y la exquisita fruta, que puedes encontrar en cualquier esquina del país de los ticos, acabó de endulzar nuestra llegada.
            Los giros de los cuentakilómetros de nuestros flamantes cuatro por cuatro atravesando  la oscuridad de las carreteras, simularon los primeros acordes de un concierto acústico, de esos  que hacen que la cerveza sepa a gloria y el viaje empiece a parecer una aventura.
            Para familiarizarnos con la naturaleza, y teniendo en cuenta que los restaurantes cerraban sus cocinas a las 21h, tuvimos que cenar a la intemperie unos sándwiches de supermercado y unas imperiales, no demasiados frías. Los ticos cometen el error de reponer los congeladores a todas horas, y claro, con tanto abrir y cerrar puertas, no da tiempo a que las cosas se enfríen.
            Además, debido a un impuesto especial que el Gobierno de allí puso hace años, la birra está  cara: 1€ en el supermercado ¡eso que se ahorran en tablas de abdominales!
            La noche acabó con una conversación superflua a la luz de la luna. Que las estrellas, o la mala baba de alguno, convirtieron en una sarta de mentiras. Una pena que la base del periodismo de contrastar las noticias y diferenciarlas de las habladurías, no esté muy extendida, pero bueno…
            Tras reponer fuerzas, el segundo día fuimos al parque Manuel Antonio a ver animales domesticados y disecados en los árboles. A lo largo del viaje, nos daríamos cuenta de que para ver especies autóctonas no hacía falta pagar entradas a parques, ni guías… pero es el precio que todos los turistas pagan por la novatada.
            Al menos, los diez dólares de la entrada, los amortizamos contemplando la belleza de un paraíso llamado Playa 3 con arena blanca, mar con aguas cristalinas, y templadas, y un entorno de rocas y selva, digno de las mejores postales que hayáis podido coleccionar.
            Mientras las chicas se tostaban al sol, nos fuimos a cervecearnos el gaznate, fuera (porque dentro no se podía beber alcohol), a comprar fruta fresca, agua de coco, para improvisar un romántico picnic en la arena, al que se autoinvitaron unos descarados mapaches, que se comieron las sobras y se llevaron un par de hostias con la mano abierta. Luego, aprovechamos la paz, que allí se respiraba, para descansar esperando la subida de la marea, deleitándonos con las maravillosas vistas.
            Si habéis estado en un concierto de vuestro grupo favorito y habéis cerrado los ojos mientras tocaban vuestra canción, podréis entendernos. Sino, vais a tener que ir allí para hacerlo.
            Después de mezclarnos con los ticos, ver la final de la copa del Rey y redescubrir las sensaciones de montarnos en un autobús del siglo pasado, dimos por aprendida la lección y, para las ocho, estábamos esperando en la mesa, para familiarizarnos con los platos típicos de la zona. Comimos casado (arroz con frijoles, ensalada y pollo, carne o pescado a elegir), plátano frito con queso, Chicharrones (carne de pollo con un aderezo similar al de  los pinchos morunos) y de postre tres leches (un postre casero hecho con, como su propio nombre indica, tres tipos diferentes de leche: de vaca, condensada y amarga)
            Paseamos para bajar la comilona, nos tomamos algo y nos embadurnamos con cremas antimosquitos para dormir como angelitos
            Al tercer día madrugamos un poco para irnos a Uvita. Había un largo camino, pero mereció la pena, porque nos encontramos un hostel encantador regentado por una simpática pareja de alemanes. Tenía un amplio hall común, de madera, lleno de hamacas con vistas a la selva y en el que el único ruido, hasta que llegaban los españoles, era el de los animalitos tratando de comunicarse en el exterior. Además, a apenas 5minutos andando, había una cascada verde, como el nombre del hotel, en el que la gente de allí se bañaba, y arriesgaba su vida subiéndose a las cimas más altas para tirarse al agua. Nosotros, simplemente, nos refrescamos y aprovechamos para investigar cómo vivían los ticos
            Son gente simpática, aunque poco expresiva. La gente joven parece más acostumbrada a relacionarse con los turistas, que los mayores. Pero, con un par de conversaciones con los que sí que  hablaban, nos sobró para enteramos que no andan mal de sanidad pública, que los servicios, en general, iban mejorando, que los precios eran bastante similares a los de aquí y que allí también, los políticos no despiertan demasiadas simpatías.
            Uvita, en sí, no tenía mucho que ver. El concepto de ciudad en Costa Rica, en general, es diferente al que tenemos en el mundo occidental. Recordaba un poco a Barrio Sésamo, sin asfaltar bien, con cada comercio con su cartel identificativo de panadería, pescadería, ultramarinos… y supermercados, y sodas (bares de comida) sobre los que giraba la vida social de la ciudad. Bancos, para poder sacar dinero, no había muchos, y en los pocos que había se formaban interminables colas. Es complicado ubicarse porque la señalización no es buena y sin GPS es difícil saber si estás en una ciudad o en otra. Aparte, no esperes que un tico te ayude a ubicarte, porque, en general, no se expresan, o no les entendemos, demasiado bien.
            En cuanto a la alimentación, puedes hartarte a fruta de los numerosos puestos ambulantes que encuentras en calles y carreteras.  Aparte del casado que os hemos descrito antes, por cuatro euros, podéis comer nacho o tacos, o más bien, tortas abiertas con los ingredientes del taco mejicano que comemos por estos lares. Y en Uvita encontramos una panadería que hacía unas empanadillas picantes riquísimas…
            Pero, por lo demás, la ciudad no tenía mucho que ver. El día transcurrió entre compras, esperas de autobús y aventuras varias. Dicen que en otras épocas del año puedes ver delfines y ballenas si vas de excursión en barco. Pero, sinceramente, Puerto ballena parece más uno de esos lugares que se aprovechan del turismo cercano, para vender lo poco que tienen. Estuvimos en la playa hasta que la marea nos arrebató el espacio y nos vimos en una tesitura digna de la escena del puente sobre el río Kwait, con el plus de tener entre nosotros una embarazada, cuando el protagonista tiene que atravesar el agua sin saber la profundidad que se va a encontrar, o si va a pisar una manta raya, o un cocodrilo le va a dar un buen tarisco
            Supongo que si fuéramos surfers nos hubiéramos acercado a Dominical, pero como las olas nunca nos han  llamado demasiado, nos quedamos relajándonos en el hostel y nos hicimos unos cubatas de Ron Cortez.
            La mañana del cuarto día continuamos con el descanso. Bajamos a por unas cervezas, sandías, mangos, unas empanadas deliciosas y picantes…  nos bañamos en la cascada, nos hicimos unos zumitos naturales con ron y aprovechamos para escribir, leer y degustar el silencio.
            Para no volver a comer arroz con frijoles, compramos una corvina y patatas en el mercado y nos dimos un homenaje preparándonos un pesacadito en la cocina del hostel ,mientras esperábamos a que los más aventureros del grupo regresaran de Corcovado.
            Ya con ellos, y coincidiendo con el anochecer, montamos una fiesta improvisada en uno de los jardines de las afueras del hostel y nos fuimos a dormir, porque al día siguiente nos levantábamos a las cuatro de la mañana.
            Uno, que es previsor, dejó el desayuno preparado. Pero, a pesar de todo, como buenos españoles despertamos a la mitad del hotel con nuestros “susurros” matutinos y para las cinco estábamos de camino a Fortuna. Durante los viajes aprovechábamos para escuchar un poco de música variada: el nuevo disco de Vetusta, algunas listas que habíamos preparado en casa, cd´s antiguos… nos perdimos buscando una soda en la que, supuestamente, preparaban los mejores chicharrones de Costa Rica, tuvimos un momento prehistórico en otra soda cuyo atractivo era: que tenían un jardín lleno de iguanas… y a eso de la una y media, con la temperatura diez grados más baja que en el Pacífico, vimos el volcán arenal presidiendo una larga carretera, que nos indicaba que habíamos llegado a la provincia de Alajuela.
            Llevábamos cierto retraso, pero el amable valenciano que regentaba el hostel, en el que nos alojábamos esa noche, fue precavido y retrasó nuestra aventura un par de horas. Lo que nos dio tiempo para ubicarnos y darnos un chapuzón en la piscina.
            La tarde resultó francamente divertida. Un minibús nos recogió a las 15.30 y nos llevó montaña arriba hasta una caseta de madera. Allí nos dieron una clase para aventureros principiantes, material, nociones básicas de Kanopi y nos montaron en una vieja camioneta para subir, aún, más arriba.
            El kanopi es un “deporte de riesgo” que despierta en tu cuerpo unas sensaciones adrenalínicas, dignas del momento álgido de una noche de conciertos. Sujetas una cuerda atada a un extremo que está  a 100metros, o más, de distancia del otro cabo. Te cuelgas con un arnés y cuando estás preparado,  dejas tu cuerpo inerte para recorrer el trayecto, en una tirolina, disfrutando del paisaje selvático que dejas a tus pies, a una velocidad de  50 o 60 kilómetros por hora. Puedes gritar como una fan adolescente, delante de su ídolo, cerrar los ojos y notar la energía de la selva recorriendo tu cuerpo…  es maravilloso y difícil de describir. Cuando ya crees que estás acostumbrado, hay un momento en el que los árboles desaparecen y te encuentras colgado sobre una enorme pradera. El vértigo se convierte en sudor frío, el miedo hace que te balancees  y tienes que respirar hondo para saber que sigues vivo.
            Rapelamos desde la última superficie elevada y regresamos a la casa de madera, a dejar los bártulos y a llenar nuestros estómagos con fruta fresca y zumos.
            Como aún era temprano, nos dio tiempo a visitar aquella especie de Benidorm Costarricense y a celebrar el 29 cumpleaños de la mujer más maravillosa del mundo. Hubo cena, regalos, tarta improvisada de cumpleaños y una corta partida al futbolín.
            Con nuestro cuerpo festivalero, estamos acostumbrados a dormir poco. Pero aquella noche será recordada como la “noche del virus”, ya que la mitad del grupo tuvo problemas estomacales. Quién fuera ironwoman para tener un estómago inmune a enfermedades gástricas...
            Al día siguiente, fuimos al río Sarapiquí a hacer Rafting. Entre la fruta, el precio de la cerveza y la cantidad de actividad física que hacen, no me extraña que los ticos estén tan fibrosos. Los monitores que nos tocaron en suerte, eran la demostración práctica de ese hecho, así que las chicas se divirtieron un poco más que nosotros haciendo el descenso del nivel cuatro.
            La verdad, es que lo del nivel cuatro, no era tan peligroso como habíamos imaginado, dicen que porque el cauce del río no estaba como cuando llueve. Pero entre los saltos olímpicos, a lo tarzán, en mitad de la selva, cuando paramos a descansar, el rafting, el almuerzo de frutas y el casado que nos dieron para comer, la mañana dio mucho de sí. Además vimos colibrís, ranas fosforitas, mariposas azules y otros extraños y hermosos elementos de la fauna autóctona. Así que celebramos esa felicidad con otra tarde de piscina, cena en un soda y alguna que otra cerveza.
            El sexto día, nos fuimos a la zona del Caribe. La carretera que nos llevaba hasta allí, estaba más transitada, que todas las que nos habíamos encontrado hasta entonces. Lo que unido a los restos del virus, nos retrasó un poquito.
            Pasamos por Limón, la ciudad más conflictiva del país, en la que llamaba la atención que todas las casas tuvieran vallas y alambres de espino protegiendo todas las propiedades. Daba miedo incluso pararse cuando el semáforo se ponía en rojo.
            Llegamos a Puerto viejo a media tarde. El entorno era similar al del Caribe Jamaicano, o a algunas partes de Cuba. Allí el ritmo de vida era Slow. Las prisas no entran en el diccionario de la gente de allí, de hecho, podrían grabar un anuncio de aquellos de “me estás estresando” de Malibú, en cualquier esquina de la ciudad.
            Las playas eran inmensas pero el mar estaba muy embravecido. Por lo que, tras comer en un restaurante, llamado flip flop, muy variopinto y con muy buena comida, nos recomendaron ir a Punta Uva, una pequeña playa paradisiaca, donde los perros y los cangrejos pastaban a sus anchas.
            Fue muy relajante ver la puesta de sol allí. Dejamos que el romanticismo arrancara de nuestras cabezas todos los estreses que habían permanecido dentro de nosotros hasta entonces, y montamos una fiesta privada con ron, sesiones de fotos… y la oscuridad que se cernió sobre nosotros provocándonos el miedo a mosquitos y otros bichos que parecían acecharnos.
            Dormimos plácidamente en un hostel a la salida del pueblo, donde, al día siguiente, dejamos una parte de nuestros equipajes para encaminarnos a Panamá.
            Antes de salir, nos tomamos un café y unos pastelitos de canela con unos rastafaris. Nos hubiéramos fumado un porro, pero no nos daba tiempo. Salimos escopetados, y en media hora llegamos a la frontera. Aparcamos los coches (por 7dólares el día), y rellenamos los papeles de las  aduanas para pasar al otro lado del puente.
            El nuevo país, no tenía nada que ver con el que habíamos dejado atrás. Se intuía más pobreza. Las casas y las calles estaban en peor estado y la gente era algo menos bienintencionada.
            Tras evitar los primeros intentos de engañarnos, de los buitres de la frontera, encontramos a un taxista que nos llevó hasta el muelle de Bocas de Toro por 60dólares; Allí nos esperaba Lazare, un Orzowei moderno y Leo, el conductor de la barcaza que nos iba a llevar a Coco Vivo, el lugar más paradisiaco que mis ojos habían visto hasta entonces.
            Por el camino, nos cayó el diluvio universal, pero invocamos a las fuerzas de la atracción,  la naturaleza  se puso de nuestro lado y conseguimos llegar sanos y salvos, y con sol, a nuestro destino.  Atracamos el bote y Capitán, un precioso e inquieto perro, nos dio la Bienvenida. Cumplimos el ritual de tirarnos desde un trampolín que había sobre la plataforma y disfrutamos del resto de la mañana bebiendo cervezas, remando en piragua, haciendo snorkel deleitando nuestros ojos con corales y peces de extrañas especies y, claro, tomando el sol.
            A la hora de la merienda, nos repartimos las habitaciones; Cedimos  la habitación más idílica a la sufrida organizadora de todo y a su novio; los solteros, también tuvieron la suerte de dormir junto al mar; y los otros seis, nos fuimos a una coqueta casa de dos pisos construida en lo alto de una pequeña montaña. Desde allí, las vistas eran únicas, el cielo se reflejaba en la transparencia del agua, el verde  colapsaba el resto del paisaje y lo demás era un silencio que sólo los gritos de los monos y el canto de los pájaros rompía.
            Antes de que oscureciera nos fuimos a buscar delfines en la barcaza de Leo.  En mitad de aquella nada, no hacía falta cerrar los ojos para soñar; el viento soplaba sobre nuestras caras, los peces revoloteaban y Capitán iba de un lado al otro de la barca contagiándonos  su excitación.
            Orzowey, aparte de guapo, era un gran cocinero. Y él y sus compinches, nos prepararon una exquisita cena: pescado en salsa rosa y mazorcas de maíz asadas, acorde con todo lo que estábamos viviendo en aquel lugar.
            El remate del día, fue descubrir que los corales brillaban en el agua, cuando notaban movimiento. Primero saltamos sobre los maderos que separaban el quiosco de la comida, del camino a la casa del monte. Pero luego, nos dieron permiso para flotar una balsa y disfrutamos de la purpurina emergiendo del chapoteo de un baño nocturno. Sabéis que el brillo de la luz siempre ha sido el argumento principal de nuestro blogg. Y después de una larga búsqueda, la naturaleza iluminó los focos que hicieron que el concierto final tuviera la intensidad que nuestros cuerpos necesitaban.
            Al día siguiente, con resaca de placer, notábamos el relax palpitando dentro de nosotros. Desayunamos para alimentar la energía de nuestras ganas de seguir sonriendo y nos preparamos para la última gran aventura de nuestro viaje.
            Leo vino a recogernos a media mañana y nos llevó a una playa a pasar un rato. Jugamos al fútbol con el hijo de nuestro guía, nos bañamos, nos tiramos a la bartola e incluso nos dio tiempo a tomarnos una cerveza en el bar de un camping que había al borde de la playa.
            Lo mejor, llegó un rato después. Cuando tras 15minutos de viaje en barca, emulamos a Jack Shepard y naufragamos en una isla desierta: La isla zapatilla. Allí, la naturaleza nos dejó claro que se había reconciliado, definitivamente, con nosotros.  Rodeamos la ínsula disfrutando el vacío, fotografiando espacios deshabitados y acumulando sensaciones para el tramo que nos separaba de las siguientes vacaciones.
            Regresamos en silencio, escuchando a las gaviotas. Vimos un par de delfines y paramos en una plataforma-bar en San Cristóbal a bebernos una de esas cervezas heladas, que hacen que te repitas eso de “que bien se está, cuando se está bien”;
            Volvimos a cenar viandas exquisitas. La purpurina nos dijo adiós en aquella última noche en Panamá y el romanticismo, volvió a aparecer, debajo de aquel manto de estrellas.
            Es el último viaje que haré con la mayoría de los que allí estaban. Así que congelé los buenos recuerdos y encerré en una botella los que no quería rememorar. El silencio fue el mar en el que tiré aquella botella justo antes de que Leo nos devolviera a Bocas de toro, y el mismo taxista nos condujera hasta la frontera.
            Pasamos dos horas en Puerto Viejo, gastándonos los pocos colones que nos quedaban. Y tras un largo viaje y una noche en San José, volamos de vuelta a la rutina. Poniendo punto final a una historia que duró, exactamente, lo que tenía que durar…